domingo, 13 de marzo de 2016

UNA Y OTRA VEZ

Mateo 18.21-22
“Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿Cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete; sino aún hasta setenta veces siete”.
Allí estaba Pedro, tratando de hacer una pregunta aplaudida: “Asu, ¡siete veces! ¡Bien Pedro! tú sí sabes perdonar”; trataba de hacerse el experto perdonador ante los demás ya que no era sólo una, dos, tres veces, eran siete veces que podría perdonar; era bastante humillación ser vapuleado 7 veces, para Pedro (a veces también para nosotros). El Maestro lo bajó: “No Pedro no, no son siete son setenta veces siete”. No Pedro, no estés contándolas: perdona, perdona, perdona, perdona, hasta que te acostumbres a hacerlo. Y de pronto cuando estés habituado no lucharás por saber si debes o no perdonar.
“Ya no más”, nos decimos a nosotros mismos. “Esta si no te la paso”, “es la última vez que me haces sentir así”, “¿hasta cuándo contigo?”. Hay límites para muchas cosas, para otras no; el amar y el perdonar son una de las cosas que no debemos ponerle límites ¿Por qué? Porque Dios nunca lo hará contigo. Dios no deja de amarte, de perdonarte una y otra vez; por más de que superes los errores en setenta veces siete. Aquel que no perdona actúa ser un juez implacable y no logra entender como la otra persona actúa así; nos repetimos: “Jamás yo sería así de inmaduro”, “a cada rato me la hace, se pasó” Nos creemos dueños de la verdad y manifestamos que efectivamente podemos perdonar de todo, menos eso. Bueno, pues, justamente eso es todo lo que tienes que perdonar.
Perdonar es necesario, no sólo por tu paz sino para una relación correcta con Dios “Y cuando estéis orando, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone a vosotros vuestras ofensas” (Marcos 11.25). “Por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda”(Mateo 5.23-24). No te das cuenta pero, cada vez que te niegas a perdonar o pedir perdón, te vuelves prisionero de ese rencor. Y lo más triste, te acostumbras a vivir con eso: podrías pasar semanas, meses, años o quizá toda una vida sin poder saldar las cuentas y siempre tendrás una excusa para no hacerlo. Esa decisión (basada en tu ego) no te permite disfrutar realmente la vida y ¿para qué? Para que al final de un tiempo, puedas lamentarte de que ya no hay más oportunidad, y rogarías volver y perdonar, para disfrutar el tiempo perdido con esa persona. No esperes un después para perdonar. Al fin, ninguno de nosotros sabe que podría suceder mañana.



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