El infierno
¿Qué es el
mundo, oh soldados?
El mundo soy yo.
Yo soy esta
nieve incesante,
este cielo del
norte.
¡Soldados! Esta
soledad que atravesamos soy yo.
W. DE LA MARE, Napoleón
Ricardo ama a
Ricardo; es decir, yo soy yo.
shakespeare
En el capítulo anterior hemos establecido que si el
dolor tan sólo fuera capaz de mover al hombre malo a reconocer que nada va
bien, podría conducir a una incontrita sublevación final. Hemos admitido sin
reservas que el hombre tiene una voluntad libre y que, por consiguiente, los
dones con que se halla adornado son armas de doble filo. De estas premisas
deriva inmediatamente el hecho de que el esfuerzo divino para redimir el mundo
no tenga garantizado el éxito en cada alma individual. Algunas no quieren ser
redimidas.
Ninguna otra doctrina eliminaría con más gusto del
cristianismo si de mí dependiera, pero está plenamente respaldada por las
Escrituras y, sobre todo, por las palabras de Nuestro Señor. Además, ha sido
sostenida ininterrumpidamente por la cristiandad, y cuenta con el apoyo de la
razón. Si tomamos parte en un juego, debemos contar con la posibilidad de
perder. Si la felicidad de la criatura reside en la auto-renuncia, nadie sino
uno mismo, aunque ayudado quizá por muchos otros —ayuda que se puede rechazar—,
podrá llevar a cabo el abandono de sí. Daría cualquier cosa por la posibilidad
de decir «todos serán salvados»; pero mi razón replica: «¿Con su consentimiento
o sin él?». Si digo: «sin él», percibo inmediatamente la contradicción: ¿Cómo
puede ser involuntario el supremo acto voluntario de entregarse? Si respondo:
«con mi consentimiento», mi razón arguye: «¿Cómo es posible si no quieren
entregarse?».
Las homilías dominicales sobre el infierno van
dirigidas, como todos los sermones del domingo, a la conciencia y la voluntad,
no a la curiosidad intelectual. Si nos mueven a la acción convencidos de una
posibilidad terrible, logran seguramente lo que se proponían. Y si el mundo en
su conjunto estuviera habitado por cristianos convencidos, no sería necesario
decir una palabra más sobre el particular. Tal como están las cosas, sin
embargo, la doctrina del infierno es uno de los principales argumentos
empleados para atacar al cristianismo, acusarlo de bárbaro e impugnar la bondad
de Dios. Se nos dice que es una doctrina detestable —yo mismo la detesto, en
efecto, de todo corazón—, y se nos recuerda las tragedias ocurridas en la vida
humana por haber creído en ella. No se nos habla tanto, en cambio, de las
desdichas causadas por no creer en ella. Por estas razones, y sólo por ellas,
resulta necesario tratar de este asunto.
El problema no es simplemente el de un Dios que
entrega alguna de sus criaturas a la perdición definitiva. Eso sería posible si
fuéramos mahometanos. El cristianismo, fiel como siempre a la complejidad de lo
real, nos presenta algo más difícil y ambiguo: un Dios tan misericordioso que
se hace hombre y muere torturado para impedir la perdición definitiva de sus
criaturas, y que, cuando fracasa ese heroico remedio, parece remiso o incapaz
de detener la ruina mediante un acto de nuevo poder. Hace un momento he dicho
con ligereza que haría «cualquier cosa» por eliminar esta doctrina. Mentía. No
podría hacer ni la milésima parte de lo que Dios ha hecho para suprimir el
hecho. Y ahí reside el verdadero problema. ¡A pesar de tanta misericordia,
existe el infierno!
No voy a tratar de demostrar que es una doctrina
tolerable. No nos engañemos: no es tolerable. Sin embargo, mediante la crítica
de las objeciones hechas o sentidas contra ella, se puede mostrar, a mi juicio,
que se trata de una doctrina moral.
Muchas inteligencias ponen objeciones a la idea de
castigo retributivo como tal. De ello hemos tratado ya en un capítulo anterior.
Sosteníamos en él que el castigo se torna injusto cuando se suprimen de él las
ideas de deuda y retribución. Asimismo, descubríamos la esencia de la justicia
en la misma pasión vindicativa, en la exigencia de impedir que el malvado se
sienta completamente satisfecho de su propio mal, de forzarlo a que la maldad
aparezca ante él tal como aparece ante los demás; es decir, como maldad.
Además, señalé que el dolor despliega la bandera en una fortaleza rebelde.
Finalmente, traté del dolor susceptible de conducir al arrepentimiento. Pero,
¿qué ocurre si no lo hace, si la única conquista consiste en desplegar la
bandera en esa fortaleza rebelde?
Tratemos de ser honestos con nosotros mismos. Imaginémonos
que un hombre ha alcanzado riqueza y poder merced a un modo de proceder lleno
de traición y crueldad, explotando para fines puramente egoístas los nobles
ademanes de sus víctimas y riéndose al propio tiempo de su simplicidad.
Supongamos que ese hombre, encaramado en la cumbre del éxito como hemos
indicado, lo utiliza para satisfacer su placer y su odio, hasta que,
finalmente, se desprende del último harapo de honor entre ladrones traicionando
a sus propios cómplices y mofándose de sus últimos momentos de desilusión
desconcertante. Imaginémonos, por último, que no siente tormento ni remordimiento
para hacer todo eso, como a nosotros nos gustaría creer, sino que sigue
comiendo a dos carrillos y durmiendo como un niño lleno de salud; es decir, que
el autor de todo cuanto precede es un hombre jovial, de mejillas sonrosadas,
despreocupado de cuanto pasa en el mundo, completamente seguro hasta el final
de ser el único que ha encontrado la respuesta al enigma de la vida, de que
Dios y el hombre son unos necios de los que se ha aprovechado, de que este
estilo de vida es próspero, satisfactorio e intachable. Hemos de ser cautos en
este punto. La menor indulgencia con el deseo de venganza es un grave pecado
mortal. La caridad cristiana nos aconseja dedicar toda clase de esfuerzos a la
conversión de un hombre así, preferir su conversión a su castigo, aun a riesgo
de nuestra propia vida, y tal vez de nuestra alma. La conversión es
infinitamente preferible al castigo. Pero no es ese el problema. ¿Qué destino
en la vida eterna consideramos adecuado para él en el supuesto de que no quiera
convertirse?
¿Podemos desear realmente que a un hombre así, sin dejar de ser
como es —y como ser libre debe ser capaz de continuar en el mismo estado—, le
sea ratificada para siempre su actual felicidad? ¿Podemos aceptar que continúe
convencido por toda la eternidad de que ha reído de último? ¿Sólo la maldad y
el rencor nos impiden considerar tolerable esa situación?
¿No descubrimos en
este momento de modo muy claro el conflicto entre justicia y misericordia,
considerado en ocasiones como un fragmento anticuado de teología? ¿No sentimos
palpablemente que llega a nosotros desde arriba, no desde abajo?
No nos mueve el deseo de causar dolor a esa
desgraciada criatura, sino la exigencia estrictamente ética de que se imponga
la justicia tarde o temprano y se despliegue la bandera en este alma rebelde,
aun cuando a todo ello no siga una conquista mejor y más completa. En este
sentido, es mejor para la criatura reconocerse a sí misma como un fracaso o un
error aunque no se haga buena nunca. A la propia misericordia le será difícil
desear que un hombre semejante continúe ufanamente en su horrible ilusión por
toda la eternidad. Tomás de Aquino dice del sufrimiento lo que Aristóteles
había señalado acerca de la vergüenza, a saber: que aun no siendo bueno en sí
mismo, puede resultar bueno en determinadas circunstancias. Cuando está
presente el mal, el dolor que supone percibirlo es una forma de conocimiento y,
como tal, algo relativamente bueno. Si no pudiera conocerlo, el alma ignoraría
la existencia del mal o su condición de realidad opuesta a su naturaleza.
«Ambas cosas, dice el filósofo, son manifiestamente malas»1. Y yo creo, aunque
nos estremezca, que estamos de acuerdo con él.
La exigencia de que Dios debiera perdonar a un hombre
semejante sin cambiar lo más mínimo su modo de ser está basada en una confusión
entre condonar y perdonar. Condonar un mal significa simplemente ignorarlo,
tratarlo como si fuera bueno. El perdón, en cambio, debe ser ofrecido y
aceptado para ser completo, y el hombre que no admite culpa alguna no puede
aceptar el perdón.
He comenzado con la concepción del infierno como un
positivo castigo retributivo infligido por Dios por ser esa la forma que
provoca más rechazo y porque deseo atajar la objeción más determinante. Aunque
Nuestro Señor habla a menudo del infierno como de una sentencia dictada por un
tribunal, otras veces dice también que el juicio consiste en el sencillo hecho
de que los hombres prefieren la oscuridad a la luz, y que no es Él sino «Su
Palabra» la que juzga a los hombres2. Como ambas concepciones significan a fin
de cuentas lo mismo, quedamos en libertad para pensar que la perdición del
hombre malo de nuestro ejemplo no es una condena que se le impone, sino el
simple hecho de ser lo que es. El rasgo característico de las almas perdidas es
«el rechazo de todo cuanto no sea ellas mismas»3. Nuestro imaginario egoísta ha
intentado transformar lo que le sale al paso en una provincia o apéndice de sí
mismo. El gusto por el otro, es decir, la capacidad de gozar el bien, estaría
completamente apagado en él si su cuerpo no lo siguiera arrastrando a mantener
algún contacto superficial con el mundo exterior. La muerte elimina este último
contacto. Tiene, pues, lo que desea: vivir completamente en el «yo» y hacer lo
mejor con lo que encuentre en él. Y lo que encuentra en él es el infierno.
Otra objeción gira en torno a la aparente
desproporción entre condena eterna y pecado transitorio. Si pensamos en la
eternidad como mera prolongación del tiempo, es efectivamente
desproporcionada. Muchos rechazarían, no obstante, esta idea de eternidad. Si
concebimos el tiempo como una línea —y no se trata de una mala imagen, pues
como sus partes son sucesivas ninguna de ellas puede coexistir con las otras;
es decir, no hay anchura en el tiempo, sino sólo longitud—, deberemos concebir
seguramente la eternidad como un plano o incluso como un volumen. Así pues, la
realidad integral del ser humano se debería representar como una figura sólida.
Esa figura sería obra de Dios principalmente cuando obrara de acuerdo con la
gracia y la naturaleza. Mas el libre albedrío habría aportado la línea de base
que llamamos vida terrenal. Si se dibuja torcida la línea de base, el cuerpo
entero quedará trastocado. El hecho de que la vida sea breve, o, en lenguaje
simbólico, que aportemos una pequeña línea al conjunto de la figura completa,
se puede considerar como misericordia de Dios. Si el propio trazado de la
pequeña línea referida, dejado a nuestra voluntad, está tan mal hecho que
arruina el conjunto, ¡cuánto mayor desastre causaríamos si se nos hubiera
confiado la figura entera!
Una forma más simple de la misma objeción consiste en
decir que la muerte no debería ser el final, que debería haber una segunda
oportunidad4. A mi juicio, si existiera la menor probabilidad de que se iba a
utilizar para hacer el bien, se daría un millón de oportunidades. El maestro
sabe a menudo, aunque los padres y los alumnos lo ignoren, que es
completamente inútil hacer que un estudiante se presente de nuevo a un examen.
Alguna vez se ha de tomar la decisión, y no es preciso tener mucha fe para
creer que el ser omnisciente sabe cuándo.
La tercera objeción se refiere a la espantosa
intensidad de los dolores del infierno, tal como sugieren el arte medieval y
algunos pasajes de las Escrituras. Von Hügel nos previene en este punto para
que no confundamos la doctrina en sí misma con la imaginería empleada para
transmitirla. Nuestro Señor se sirvió de tres símbolos para hablar del
infierno. El primero es el castigo («suplicio eterno», Mat. XXV, 46). El
segundo, la destrucción («temed más bien a aquel que puede perder el alma y el
cuerpo en la gehenna», Mat. X, 28.). Y el tercero, la privación, exclusión o
destierro a las «tinieblas exteriores», como en la parábola del hombre sin
traje de boda, o en la de las vírgenes sabias y necias. La imagen del fuego, la
más frecuente de todas, es especialmente significativa, pues combina las ideas
de tormento y destrucción. Es enteramente cierto que el propósito de todas
estas expresiones es sugerir algo indescriptiblemente horrible. Me temo, pues,
que cualquier interpretación que no reconozca este hecho queda descalificada
desde el principio. No es necesario, empero, centrar la atención en la imagen
de la tortura hasta el punto de excluir aquella otra que sugiere destrucción y
privación.
¿Qué realidad es esa de la cual las tres imágenes son
símbolos igualmente adecuados? Es natural suponer que «destrucción»
signifique «disolución» o «supresión» de lo destruido. La gente habla a menudo
como si la «aniquilación» del alma fuera intrínsecamente posible. Sin embargo,
si nos atenemos a los datos de la experiencia, la destrucción de una cosa
significa el surgimiento de otra. Si quemamos un tronco, obtendremos gases,
calor y ceniza. Haber sido tronco significa ser ahora esas tres cosas. ¿No
existiría también la situación de haber sido alma humana si ésta pudiera ser
destruida? ¿Y no es eso, acaso, el estado descrito como tormento, destrucción y
privación? Recuérdese que en la parábola los salvados van a un lugar preparado
para ellos, mientras que los condenados se dirigen a un sitio no dispuesto en
modo alguno para los hombres5. Entrar en el cielo significa ser más plenamente
humano de lo que jamás se haya sido en la tierra. Ingresar en el infierno
supone ser desterrado de la humanidad. Lo arrojado —o lo que se arroja a sí
mismo— al infierno no es un hombre, sino «restos» suyos. Ser un hombre completo
significa hacer que las pasiones obedezcan a la voluntad y ofrecer la voluntad
a Dios. Haber sido hombre —ser ex-hombre o un «espíritu maldito»— significará
seguramente poseer una voluntad completamente centrada en sí misma y unas
pasiones desembarazadas totalmente del control de la voluntad. Es imposible
imaginar cómo podría ser la conciencia de semejante criatura, que en su estado
actual es ya un cúmulo incoherente de pecados antagónicos más que un pecador.
Tal vez sea cierto el dicho de que «el infierno no es
infierno desde su propio punto de vista, sino desde el punto de vista del
cielo». Nada de esto desmiente, a mi juicio, la severidad de las palabras de
Nuestro Señor. Sólo a los condenados puede no parecerles su destino
insoportable. Y debemos reconocer que cuando pensamos en la eternidad, como
hemos hecho en los últimos capítulos, comienzan a retroceder las categorías de
placer y dolor, que han ocupado nuestra atención durante un tiempo
considerable, a medida que aparece en lontananza un bien y un mal más vastos.
Ni el dolor ni el placer como tal tienen la última palabra. Aun en el caso de
que la experiencia de los condenados —si cabe llamarla así— no fuera dolorosa,
sino extraordinariamente placentera, el negro placer sería tal que lanzaría a
las almas todavía no condenadas a entregarse, llenas de un terror de pesadilla,
a sus oraciones para evitarlo. Y si en el cielo existiera dolor, todo el que
fuera capaz de comprender desearía sufrirlo.
La cuarta objeción se puede formular como sigue:
Ningún hombre caritativo puede ser bienaventurado en el cielo sabiendo que una
sola alma humana está todavía en el infierno. ¿Acaso somos nosotros, si ese
fuera el caso, más misericordiosos que Dios? Tras esta objeción late una
representación del cielo y el infierno como realidades coexistentes en un
tiempo lineal —igual que coexisten las historias de Inglaterra y América—, de
suerte que el bienaventurado podría decir en cada momento: «Los sufrimientos
del infierno están teniendo lugar ahora». Repárese, no obstante, en que Nuestro
Señor, aunque subraya el terror del infierno con profunda severidad, no destaca
habitualmente la idea de duración, sino la de finalidad. El envío al fuego
destructor es considerado por lo general como el fin de la historia, no como el
comienzo de una nueva. No podemos poner en duda que el alma condenada se
mantiene eternamente afianzada a su actitud diabólica. Sin embargo, nos es
imposible decir si esta invariabilidad eterna implica una duración infinita —ni
siquiera si implica simplemente duración—. El Dr. Edwyn Bevan ha hecho algunas
reflexiones interesantes sobre el asunto6.
Sabemos mucho más del cielo que del
infierno, pues el cielo es el hogar de la humanidad y contiene, en
consecuencia, todo cuanto supone la vida humana glorificada. El infierno, en
cambio, no ha sido hecho para el hombre. No es en ningún sentido paralelo al
cielo. Se trata de las «tinieblas exteriores», el borde externo donde el ser se
derrama en la nada.
Por último, se arguye que la pérdida definitiva de una
sola alma significa la derrota de la omnipotencia. Y así es. Al crear seres
dotados de voluntad libre, la omnipotencia se somete desde el principio a la
posibilidad de semejante descalabro. A un desastre así yo lo llamo milagro.
Crear seres que no se identifican con el Creador, y someterse de ese modo a la
posibilidad de ser rechazado por la obra salida de sus manos es la proeza más
asombrosa e inimaginable de cuantas podamos atribuir a la Divinidad. Creo de
buen grado que los condenados son, en cierto sentido, victoriosos y rebeldes
hasta el fin; que las puertas del infierno están cerradas por dentro. No quiero
decir que las almas no deseen salir del infierno, como el hombre envidioso «desea»
ser feliz, sino que no quieren asumir ciertamente las fases preliminares de
entrega y autorrenuncia mediante las cuales el alma puede alcanzar cualquier
bien. Por lo tanto, gozan para siempre de la horrorosa libertad reclamada. Por
consiguiente, se han hecho esclavas de sí mismas, como los bienaventurados
—sometidos para siempre a la obediencia— se tornan más y más libres por toda la
eternidad.
La respuesta a quienes critican la doctrina del
infierno es, a la postre, una nueva pregunta:
«¿Qué pedimos que haga Dios?».
¿Que borre los pecados pretéritos y permita a todo trance un comienzo nuevo,
allanando las dificultades y ofreciendo ayuda milagrosa? Pues eso es
precisamente lo que hizo en el Calvario. ¿Perdonar? Hay quienes no quieren ser
perdonados. ¿Abandonarlos? Mucho me temo, ¡ay!, que eso es lo que hace.
Termino con una advertencia. Para dar a las mentes
modernas la posibilidad de entender estas cuestiones me he aventurado a
introducir en este capítulo una imagen del tipo de hombre malvado susceptible
de ser percibido sin dificultad por la mayoría de nosotros como realmente
malvado. Pero cumplida su tarea, cuanto antes se olvide esta imagen mucho
mejor.
En cualquier tratamiento del infierno no sólo deberíamos tener presente
la posibilidad de que se condenen nuestros amigos o nuestros enemigos (pues
ambas eventualidades inquietan nuestra razón) sino también la de que nos
condenemos nosotros mismos. Este capítulo no se ocupa de nuestra esposa o de
nuestros hijos, ni de Nerón o Judas Iscariote, sino de usted y de mí.
1
Summa Teológica, I, II, Q. xxxix, Art. 1
2
Juan 3, 19; 12, 40.
3
Véase von Hügel, Essays and Adresses, Ist series, What do we mean by Heaven and
Hell?
4 No
se debe confundir la idea de «segunda oportunidad» con el purgatorio (para
almas ya salvadas) ni con el limbo (para almas ya perdidas).
5
Mateo 25, 34-41.
6 Symbolism and Belief, p. 101.
No hay comentarios:
Publicar un comentario