viernes, 3 de agosto de 2012

CS Lewis. El Infierno segun su Libro "El Problema del Dolor"


El infierno
¿Qué es el mundo, oh soldados?
El mundo soy yo.
Yo soy esta nieve incesante,
este cielo del norte.
¡Soldados! Esta soledad que atravesamos soy yo.
W. DE LA MARE, Napoleón
Ricardo ama a Ricardo; es decir, yo soy yo.
shakespeare

En el capítulo anterior hemos establecido que si el dolor tan sólo fuera capaz de mover al hombre malo a reconocer que nada va bien, podría conducir a una incontrita sublevación final. Hemos admitido sin reservas que el hombre tiene una voluntad libre y que, por consiguiente, los dones con que se halla adornado son armas de doble filo. De estas premisas deriva inmediatamente el hecho de que el esfuerzo divino para redimir el mundo no tenga garantizado el éxito en cada alma individual. Algunas no quieren ser redimidas.
Ninguna otra doctrina eliminaría con más gusto del cristia­nismo si de mí dependiera, pero está plenamente respaldada por las Escrituras y, sobre todo, por las palabras de Nuestro Señor. Además, ha sido sostenida ininterrumpidamente por la cristiandad, y cuenta con el apoyo de la razón. Si tomamos parte en un juego, debemos contar con la posibilidad de perder. Si la felicidad de la criatura reside en la auto-renuncia, nadie sino uno mismo, aunque ayudado quizá por muchos otros —ayu­da que se puede rechazar—, podrá llevar a cabo el abandono de sí. Daría cualquier cosa por la posibilidad de decir «todos serán salvados»; pero mi razón replica: «¿Con su consentimiento o sin él?». Si digo: «sin él», percibo inmediatamente la contradic­ción: ¿Cómo puede ser involuntario el supremo acto voluntario de entregarse? Si respondo: «con mi consentimiento», mi razón arguye: «¿Cómo es posible si no quieren entregarse?».

Las homilías dominicales sobre el infierno van dirigidas, como todos los sermones del domingo, a la conciencia y la voluntad, no a la curiosidad intelectual. Si nos mueven a la acción convencidos de una posibilidad terrible, logran segura­mente lo que se proponían. Y si el mundo en su conjunto estuviera habitado por cristianos convencidos, no sería necesa­rio decir una palabra más sobre el particular. Tal como están las cosas, sin embargo, la doctrina del infierno es uno de los principales argumentos empleados para atacar al cristianismo, acusarlo de bárbaro e impugnar la bondad de Dios. Se nos dice que es una doctrina detestable —yo mismo la detesto, en efecto, de todo corazón—, y se nos recuerda las tragedias ocurridas en la vida humana por haber creído en ella. No se nos habla tanto, en cambio, de las desdichas causadas por no creer en ella. Por estas razones, y sólo por ellas, resulta necesario tratar de este asunto.

El problema no es simplemente el de un Dios que entrega alguna de sus criaturas a la perdición definitiva. Eso sería posible si fuéramos mahometanos. El cristianismo, fiel como siempre a la complejidad de lo real, nos presenta algo más difícil y ambiguo: un Dios tan misericordioso que se hace hombre y muere torturado para impedir la perdición definitiva de sus criaturas, y que, cuando fracasa ese heroico remedio, parece remiso o incapaz de detener la ruina mediante un acto de nuevo poder. Hace un momento he dicho con ligereza que haría «cualquier cosa» por eliminar esta doctrina. Mentía. No podría hacer ni la milésima parte de lo que Dios ha hecho para suprimir el hecho. Y ahí reside el verdadero problema. ¡A pesar de tanta misericordia, existe el infierno!

No voy a tratar de demostrar que es una doctrina tolerable. No nos engañemos: no es tolerable. Sin embargo, mediante la crítica de las objeciones hechas o sentidas contra ella, se puede mostrar, a mi juicio, que se trata de una doctrina moral.

Muchas inteligencias ponen objeciones a la idea de castigo retributivo como tal. De ello hemos tratado ya en un capítulo anterior. Sosteníamos en él que el castigo se torna injusto cuando se suprimen de él las ideas de deuda y retribución. Asimismo, descubríamos la esencia de la justicia en la misma pasión vindicativa, en la exigencia de impedir que el malvado se sienta completamente satisfecho de su propio mal, de for­zarlo a que la maldad aparezca ante él tal como aparece ante los demás; es decir, como maldad. Además, señalé que el dolor despliega la bandera en una fortaleza rebelde. Finalmente, traté del dolor susceptible de conducir al arrepentimiento. Pero, ¿qué ocurre si no lo hace, si la única conquista consiste en desplegar la bandera en esa fortaleza rebelde?

Tratemos de ser honestos con nosotros mismos. Imaginé­monos que un hombre ha alcanzado riqueza y poder merced a un modo de proceder lleno de traición y crueldad, explotando para fines puramente egoístas los nobles ademanes de sus víc­timas y riéndose al propio tiempo de su simplicidad. Suponga­mos que ese hombre, encaramado en la cumbre del éxito como hemos indicado, lo utiliza para satisfacer su placer y su odio, hasta que, finalmente, se desprende del último harapo de honor entre ladrones traicionando a sus propios cómplices y mofán­dose de sus últimos momentos de desilusión desconcertante. Imaginémonos, por último, que no siente tormento ni remor­dimiento para hacer todo eso, como a nosotros nos gustaría creer, sino que sigue comiendo a dos carrillos y durmiendo como un niño lleno de salud; es decir, que el autor de todo cuanto precede es un hombre jovial, de mejillas sonrosadas, despreocupado de cuanto pasa en el mundo, completamente seguro hasta el final de ser el único que ha encontrado la respuesta al enigma de la vida, de que Dios y el hombre son unos necios de los que se ha aprovechado, de que este estilo de vida es próspero, satisfactorio e intachable. Hemos de ser cau­tos en este punto. La menor indulgencia con el deseo de ven­ganza es un grave pecado mortal. La caridad cristiana nos aconseja dedicar toda clase de esfuerzos a la conversión de un hombre así, preferir su conversión a su castigo, aun a riesgo de nuestra propia vida, y tal vez de nuestra alma. La conversión es infinitamente preferible al castigo. Pero no es ese el proble­ma. ¿Qué destino en la vida eterna consideramos adecuado para él en el supuesto de que no quiera convertirse? 

¿Podemos desear realmente que a un hombre así, sin dejar de ser como es —y como ser libre debe ser capaz de continuar en el mismo estado—, le sea ratificada para siempre su actual felicidad? ¿Po­demos aceptar que continúe convencido por toda la eternidad de que ha reído de último? ¿Sólo la maldad y el rencor nos impiden considerar tolerable esa situación? 

¿No descubrimos en este momento de modo muy claro el conflicto entre justicia y misericordia, considerado en ocasiones como un fragmento anticuado de teología? ¿No sentimos palpablemente que llega a nosotros desde arriba, no desde abajo?
No nos mueve el deseo de causar dolor a esa desgraciada criatura, sino la exigencia estrictamente ética de que se impon­ga la justicia tarde o temprano y se despliegue la bandera en este alma rebelde, aun cuando a todo ello no siga una conquista mejor y más completa. En este sentido, es mejor para la cria­tura reconocerse a sí misma como un fracaso o un error aunque no se haga buena nunca. A la propia misericordia le será difícil desear que un hombre semejante continúe ufanamente en su horrible ilusión por toda la eternidad. Tomás de Aquino dice del sufrimiento lo que Aristóteles había señalado acerca de la vergüenza, a saber: que aun no siendo bueno en sí mismo, puede resultar bueno en determinadas circunstancias. Cuando está presente el mal, el dolor que supone percibirlo es una forma de conocimiento y, como tal, algo relativamente bueno. Si no pudiera conocerlo, el alma ignoraría la existencia del mal o su condición de realidad opuesta a su naturaleza. «Ambas cosas, dice el filósofo, son manifiestamente malas»1. Y yo creo, aunque nos estremezca, que estamos de acuerdo con él.

La exigencia de que Dios debiera perdonar a un hombre semejante sin cambiar lo más mínimo su modo de ser está basada en una confusión entre condonar y perdonar. Condonar un mal significa simplemente ignorarlo, tratarlo como si fuera bueno. El perdón, en cambio, debe ser ofrecido y aceptado para ser completo, y el hombre que no admite culpa alguna no puede aceptar el perdón.

He comenzado con la concepción del infierno como un positivo castigo retributivo infligido por Dios por ser esa la forma que provoca más rechazo y porque deseo atajar la obje­ción más determinante. Aunque Nuestro Señor habla a menu­do del infierno como de una sentencia dictada por un tribunal, otras veces dice también que el juicio consiste en el sencillo hecho de que los hombres prefieren la oscuridad a la luz, y que no es Él sino «Su Palabra» la que juzga a los hombres2. Como ambas concepciones significan a fin de cuentas lo mismo, que­damos en libertad para pensar que la perdición del hombre malo de nuestro ejemplo no es una condena que se le impone, sino el simple hecho de ser lo que es. El rasgo característico de las almas perdidas es «el rechazo de todo cuanto no sea ellas mismas»3. Nuestro imaginario egoísta ha intentado transfor­mar lo que le sale al paso en una provincia o apéndice de sí mismo. El gusto por el otro, es decir, la capacidad de gozar el bien, estaría completamente apagado en él si su cuerpo no lo siguiera arrastrando a mantener algún contacto superficial con el mundo exterior. La muerte elimina este último contacto. Tiene, pues, lo que desea: vivir completamente en el «yo» y hacer lo mejor con lo que encuentre en él. Y lo que encuentra en él es el infierno.

Otra objeción gira en torno a la aparente desproporción entre condena eterna y pecado transitorio. Si pensamos en la eternidad como mera prolongación del tiempo, es efectivamen­te desproporcionada. Muchos rechazarían, no obstante, esta idea de eternidad. Si concebimos el tiempo como una línea —y no se trata de una mala imagen, pues como sus partes son sucesivas ninguna de ellas puede coexistir con las otras; es decir, no hay anchura en el tiempo, sino sólo longitud—, debe­remos concebir seguramente la eternidad como un plano o incluso como un volumen. Así pues, la realidad integral del ser humano se debería representar como una figura sólida. Esa figura sería obra de Dios principalmente cuando obrara de acuerdo con la gracia y la naturaleza. Mas el libre albedrío habría aportado la línea de base que llamamos vida terrenal. Si se dibuja torcida la línea de base, el cuerpo entero quedará trastocado. El hecho de que la vida sea breve, o, en lenguaje simbólico, que aportemos una pequeña línea al conjunto de la figura completa, se puede considerar como misericordia de Dios. Si el propio trazado de la pequeña línea referida, dejado a nuestra voluntad, está tan mal hecho que arruina el conjunto, ¡cuánto mayor desastre causaríamos si se nos hubiera confiado la figura entera!

Una forma más simple de la misma objeción consiste en decir que la muerte no debería ser el final, que debería haber una segunda oportunidad4. A mi juicio, si existiera la menor probabilidad de que se iba a utilizar para hacer el bien, se daría un millón de oportunidades. El maestro sabe a menudo, aun­que los padres y los alumnos lo ignoren, que es completamente inútil hacer que un estudiante se presente de nuevo a un examen. Alguna vez se ha de tomar la decisión, y no es preciso tener mucha fe para creer que el ser omnisciente sabe cuándo.

La tercera objeción se refiere a la espantosa intensidad de los dolores del infierno, tal como sugieren el arte medieval y algunos pasajes de las Escrituras. Von Hügel nos previene en este punto para que no confundamos la doctrina en sí misma con la imaginería empleada para transmitirla. Nuestro Señor se sirvió de tres símbolos para hablar del infierno. El primero es el castigo («suplicio eterno», Mat. XXV, 46). El segundo, la destrucción («temed más bien a aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la gehenna», Mat. X, 28.). Y el tercero, la priva­ción, exclusión o destierro a las «tinieblas exteriores», como en la parábola del hombre sin traje de boda, o en la de las vírgenes sabias y necias. La imagen del fuego, la más frecuente de todas, es especialmente significativa, pues combina las ideas de tor­mento y destrucción. Es enteramente cierto que el propósito de todas estas expresiones es sugerir algo indescriptiblemente horrible. Me temo, pues, que cualquier interpretación que no reconozca este hecho queda descalificada desde el principio. No es necesario, empero, centrar la atención en la imagen de la tortura hasta el punto de excluir aquella otra que sugiere destrucción y privación.

¿Qué realidad es esa de la cual las tres imágenes son sím­bolos igualmente adecuados? Es natural suponer que «destruc­ción» signifique «disolución» o «supresión» de lo destruido. La gente habla a menudo como si la «aniquilación» del alma fuera intrínsecamente posible. Sin embargo, si nos atenemos a los datos de la experiencia, la destrucción de una cosa significa el surgimiento de otra. Si quemamos un tronco, obtendremos gases, calor y ceniza. Haber sido tronco significa ser ahora esas tres cosas. ¿No existiría también la situación de haber sido alma humana si ésta pudiera ser destruida? ¿Y no es eso, acaso, el estado descrito como tormento, destrucción y privación? Re­cuérdese que en la parábola los salvados van a un lugar prepa­rado para ellos, mientras que los condenados se dirigen a un sitio no dispuesto en modo alguno para los hombres5. Entrar en el cielo significa ser más plenamente humano de lo que jamás se haya sido en la tierra. Ingresar en el infierno supone ser desterrado de la humanidad. Lo arrojado —o lo que se arroja a sí mismo— al infierno no es un hombre, sino «restos» suyos. Ser un hombre completo significa hacer que las pasiones obe­dezcan a la voluntad y ofrecer la voluntad a Dios. Haber sido hombre —ser ex-hombre o un «espíritu maldito»— significará seguramente poseer una voluntad completamente centrada en sí misma y unas pasiones desembarazadas totalmente del con­trol de la voluntad. Es imposible imaginar cómo podría ser la conciencia de semejante criatura, que en su estado actual es ya un cúmulo incoherente de pecados antagónicos más que un pecador.

Tal vez sea cierto el dicho de que «el infierno no es infierno desde su propio punto de vista, sino desde el punto de vista del cielo». Nada de esto desmiente, a mi juicio, la severidad de las palabras de Nuestro Señor. Sólo a los condenados puede no parecerles su destino insoportable. Y debemos reconocer que cuando pensamos en la eternidad, como hemos hecho en los últimos capítulos, comienzan a retroceder las categorías de placer y dolor, que han ocupado nuestra atención durante un tiempo considerable, a medida que aparece en lontananza un bien y un mal más vastos. Ni el dolor ni el placer como tal tienen la última palabra. Aun en el caso de que la experiencia de los condenados —si cabe llamarla así— no fuera dolorosa, sino extraordinariamente placentera, el negro placer sería tal que lanzaría a las almas todavía no condenadas a entregarse, llenas de un terror de pesadilla, a sus oraciones para evitarlo. Y si en el cielo existiera dolor, todo el que fuera capaz de comprender desearía sufrirlo.

La cuarta objeción se puede formular como sigue: Ningún hombre caritativo puede ser bienaventurado en el cielo sabiendo que una sola alma humana está todavía en el infierno. ¿Acaso somos nosotros, si ese fuera el caso, más misericordio­sos que Dios? Tras esta objeción late una representación del cielo y el infierno como realidades coexistentes en un tiempo lineal —igual que coexisten las historias de Inglaterra y Améri­ca—, de suerte que el bienaventurado podría decir en cada momento: «Los sufrimientos del infierno están teniendo lugar ahora». Repárese, no obstante, en que Nuestro Señor, aunque subraya el terror del infierno con profunda severidad, no des­taca habitualmente la idea de duración, sino la de finalidad. El envío al fuego destructor es considerado por lo general como el fin de la historia, no como el comienzo de una nueva. No podemos poner en duda que el alma condenada se mantiene eternamente afianzada a su actitud diabólica. Sin embargo, nos es imposible decir si esta invariabilidad eterna implica una duración infinita —ni siquiera si implica simplemente dura­ción—. El Dr. Edwyn Bevan ha hecho algunas reflexiones inte­resantes sobre el asunto6. 

Sabemos mucho más del cielo que del infierno, pues el cielo es el hogar de la humanidad y contiene, en consecuencia, todo cuanto supone la vida humana glorificada. El infierno, en cambio, no ha sido hecho para el hombre. No es en ningún sentido paralelo al cielo. Se trata de las «tinieblas exteriores», el borde externo donde el ser se derrama en la nada.

Por último, se arguye que la pérdida definitiva de una sola alma significa la derrota de la omnipotencia. Y así es. Al crear seres dotados de voluntad libre, la omnipotencia se somete desde el principio a la posibilidad de semejante descalabro. A un desastre así yo lo llamo milagro. Crear seres que no se identifican con el Creador, y someterse de ese modo a la posibilidad de ser rechazado por la obra salida de sus manos es la proeza más asombrosa e inimaginable de cuantas poda­mos atribuir a la Divinidad. Creo de buen grado que los condenados son, en cierto sentido, victoriosos y rebeldes hasta el fin; que las puertas del infierno están cerradas por dentro. No quiero decir que las almas no deseen salir del infierno, como el hombre envidioso «desea» ser feliz, sino que no quieren asumir ciertamente las fases preliminares de entrega y autorrenuncia mediante las cuales el alma puede alcanzar cualquier bien. Por lo tanto, gozan para siempre de la horrorosa libertad reclama­da. Por consiguiente, se han hecho esclavas de sí mismas, como los bienaventurados —sometidos para siempre a la obediencia— se tornan más y más libres por toda la eternidad.

La respuesta a quienes critican la doctrina del infierno es, a la postre, una nueva pregunta: 
«¿Qué pedimos que haga Dios?». ¿Que borre los pecados pretéritos y permita a todo trance un comienzo nuevo, allanando las dificultades y ofre­ciendo ayuda milagrosa? Pues eso es precisamente lo que hizo en el Calvario. ¿Perdonar? Hay quienes no quieren ser perdo­nados. ¿Abandonarlos? Mucho me temo, ¡ay!, que eso es lo que hace.
Termino con una advertencia. Para dar a las mentes moder­nas la posibilidad de entender estas cuestiones me he aventu­rado a introducir en este capítulo una imagen del tipo de hombre malvado susceptible de ser percibido sin dificultad por la mayoría de nosotros como realmente malvado. Pero cumpli­da su tarea, cuanto antes se olvide esta imagen mucho mejor. 

En cualquier tratamiento del infierno no sólo deberíamos tener presente la posibilidad de que se condenen nuestros amigos o nuestros enemigos (pues ambas eventualidades inquietan nues­tra razón) sino también la de que nos condenemos nosotros mismos. Este capítulo no se ocupa de nuestra esposa o de nuestros hijos, ni de Nerón o Judas Iscariote, sino de usted y de mí.

1 Summa Teológica, I, II, Q. xxxix, Art. 1
2 Juan 3, 19; 12, 40.
3 Véase von Hügel, Essays and Adresses, Ist series, What do we mean by Heaven and Hell?
4 No se debe confundir la idea de «segunda oportunidad» con el purga­torio (para almas ya salvadas) ni con el limbo (para almas ya perdidas).
5 Mateo 25, 34-41.
6 Symbolism and Belief, p. 101.

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