25 de noviembre del 2020, un día aparentemente como cualquier otro,
andaba revisando mi face cuando una amiga argentina puso un mensaje preguntando
si Diego había muerto, busqué en las noticias y no encontré nada, pasaron los
minutos y otro amigo volvió a preguntar lo mismo, volví a buscar en las noticas
y confirmé lo que creo que nadie quería oír… El Diego había pasado el umbral.
Diego era todo un personaje, uno de esos tipos dotados que aparecen solo
una vez en esta vida, un prodigio en el campo que paso su magia por Argentina y
Europa, haciéndose ídolo en cada club en el que jugo y llevando bajo su
liderazgo a la selección argentina a conseguir el mundial del 86 y un sub
campeonato en el 90, era considerado casi un dios, pero era un mortal como
todos nosotros.
En la cancha era un genio, fuera de ella la realidad era diferente, a
partir de los años 90 empezó a tener diversos tipos de problemas por su
conducta errática y su coqueteo con esa sustancia tan atrayente, pero a la vez
tan dañina. Sus escándalos empezaron a dar la vuelta al mundo, nos dimos cuenta
que ese dios tenia pies de plomo.
Al parecer su entorno no lo ayudo mucho que digamos, una de las imágenes
que más recuerdo fue cuando partió la torta totalmente ido, y todos esos
aduladores celebrando a su alrededor, sin importarles el estado de Diego.
Quiero creer que alguna vez alguien lo encaro, que lo pecho y le dijo que
cambie sus caminos, quiero creer, de verdad que sí.
Todos somos mortales, todos nos iremos, Diego se nos adelantó, hoy lo
llora el mundo, sobre todo su amada argentina, se le extrañara, pero ya no
podemos hacer nada, solo esperar que en vida haya podido conocer al verdadero
Dios, es mi mayor anhelo.
Hace algunos años Eduardo Galeano periodista uruguayo escribió sobre
Diego, en este día sus palabras resuenan más que nunca y queríamos compartirlas:
Ningún futbolista
consagrado había denunciado sin pelos en la lengua a los amos del negocio del
fútbol. Fue el deportista más famoso y más popular de todos los tiempos quien
rompió lanzas en defensa de los jugadores que no eran famosos ni populares.
Este ídolo generoso y solidario había sido capaz de cometer, en apenas cinco
minutos, los dos goles más contradictorios de toda la historia del fútbol. Sus
devotos lo veneraban por los dos: no sólo era digno de admiración el gol del
artista, bordado por las diabluras de sus piernas, sino también, y quizá más,
el gol del ladrón, que su mano robó. Diego Armando Maradona fue adorado no sólo
por sus prodigiosos malabarismos sino también porque era un dios sucio,
pecador, el más humano de los dioses. Cualquiera podía reconocer en él una
síntesis ambulante de las debilidades humanas, o al menos masculinas:
mujeriego, tragón, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable.
Pero los dioses no se jubilan, por humanos que sean. Él nunca pudo regresar a
la anónima multitud de donde venía. La fama, que lo había salvado de la
miseria, lo hizo prisionero.
Maradona fue condenado
a creerse Maradona y obligado a ser la estrella de cada fiesta, el bebé de cada
bautismo, el muerto de cada velorio. Más devastadora que la cocaína es la
exitoína. Los análisis, de orina o de sangre, no delatan esta droga.
Hasta siempre Diego
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