miércoles, 4 de febrero de 2015

Prosas Apatridas por JR Ribeyro

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Una mujer, como anima una casa. Ausente ella, las cosas languidecen. Todo se cubre de polvo y se marchita. En el florero una rama seca, la cómoda llena de pelusas, quemado el foco de la lámpara, percudida la ropa. La mujer mantiene con las cosas de la casa un comercio asiduo. Son sus cosas, posesiva ella, y las engrandece.  Las pone en su lugar, las pule y embellece. Depositaria de los objetos domésticos, tiene para cada cual una palabra. Ella, solo ella, sabe donde están las tijeras, el hilo, la libreta que en vano buscamos. Habita las cosas y las cosas la habitan. Sensible a lo pequeño, descubre la mancha en la alfombra, la ceniza en la mesa. Nosotros, , distantes, adquirimos las cosas, pero luego las dejamos vivir indiferentes y las vemos perecer sin pesadumbre.

39
Cada amigo es dueño de una gaveta escondida de nuestro ser, de la cual solo El tiene la llave e, ido el amigo, la gaveta queda para siempre cerrada. Alejarse de los amigos es clausurar parte de nuestro ser. Yo habría sido diferente si hubiera continuado frecuentando a ciertos amigos de mi juventud. Pero las circunstancias nos separaron y continuamos viajando cada cual por su lado y por ello mismo mutilados. De ahí­ que a cierta edad sea difícil hacer nuevos amigos. Todas las facetas que ofrecía nuestra personalidad han sido ya copadas, ocupadas, selladas por las viejas alianzas. No hay superficie libre donde la nueva amistad pueda asirse. Salvo que el nuevo amigo se parezca extremadamente al anterior y se valga de esta semejanza para penetrar por efraccion al recinto secreto de la primera amistad. Pero por más afecto que nazca siempre será¡ el imitador, el falsario, el que no acceder¡ jamás a la cámara más preciada. Cámara irrisoria, seguramente, que no guarda a lo mejor más que un montículo de pedregullo, pero que los ojos del amigo, del primero, convertían en lo que Él quería ver: lo irreemplazable.

42
Lo que pierde a los hombres no es tanto sus grandes vicios como sus pequeños defectos. Se puede convivir muy bien con la pereza, la prodigalidad, el tabaco o la lujuria, pero en cambio son las negligencias o los descuidos. Parece que la vida, como ciertas sociedades, tolerara los grandes crímenes, pero castigara implacablemente las faltas. Un banquero puede muy bien robarle al fisco o dirigir un tráfico de armas, pero líbrelo Dios si cruza con su automóvil en luz roja.

135
Los conquistadores de América encontraron lo que buscaban: oro en cantidades nunca vistas, tierras feraces y extensísimas, siervos que trabajaron para ellos durante siglos. Encontraron también muchas cosas que no buscaban y que modificaron el régimen alimenticio de la humanidad: la papa, el maíz, el tomate. Pero de contrabando, los vencidos les pasaron otro producto que fue su venganza: el tabaco. Y los fueron envenenando para el resto de su historia.

145
El amor, para existir, no requiere necesariamente del consentimiento, ni siquiera del conocimiento del ser amado. Podemos querer a una persona que nos desprecia o incluso que nos ignora. La amistad, en cambio, exige la reciprocidad, no se puede ser amigo de quien no es nuestro amigo. Amistad sentimiento solidario, amor solitario. Superioridad de la amistad.

155

La biblioteca personal es un anacronismo. Ocupa demasiado lugar en casas cada vez más chicas, es oneroso formarlas, nunca realmente se las aprovecha en proporción a su costo o volumen. Un libro leído, además, está ya en nuestro espíritu, sin ocupar espacio, entonces para qué conservarlo, entonces? ¿Y no abundan ahora acaso las bibliotecas públicas, en las que podemos encontrar no solo lo que queremos, sino más de lo que queremos? La biblioteca personal responde a circunstancias de tiempos idos: cuando se habitaba el castillo o la casa solariega, en los que por estar aislado del mundo era necesario tener el mundo a la mano, encuadernado; cuando los libros eran raros y a menudo Únicos y era imperioso poseer el codiciado incunable; cuando las ciencias y las artes evolucionaban con menos prontitud y lo que contenían los libros podía conservarse vigente durante varias generaciones; cuando la familia era más estable y sedentaria y una biblioteca podía transmitirse en la misma morada y habitación y armarios sin peligro de dispersión. Estas circunstancias ya no se dan. Y sin embargo hay locos que quisieran tener todos los libros del mundo. Porque son demasiado perezosos para ir a las bibliotecas públicas; porque se cree que basta mirar el lomo de una colección para pensar que ya se la ha leído; porque uno tiene vocación³n de sepulturero y le gusta estar rodeado de muertos; porque nos atrae el objeto al margen de su contenido, olerlo, acariciarlo. Porque uno cree, contra toda evidencia, que el libro es una garantía de inmortalidad y formar una biblioteca es como edificar un panteón en el cual le gustaría tener reservado su nicho.

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