lunes, 30 de junio de 2008

Julio Ramon Ribeyro


Ribeyro es uno de mis escritores preferidos, sus cuentos en donde el final es siempre e que menos esperas son de lo que mejor que ha dado el Perú.
Siempre un poco pesimista, solitario, despilfarrador y bohemio continuamente como lo dice su diario íntimo se sentía tentado al fracaso, la siguiente es una pequeña semblanza tomada del Internet.

Julio Ramón Ribeyro se dedicó a la escritura con el mismo placer y resignación con el que se sobrevive un vicio: sin remedio. Aunque en algún momento confesó ser un "hedonista frustrado", pues su vida siempre se sostuvo en los frágiles "umbrales de la salud", Ribeyro practicó la embriaguez moderada como método de conocimiento y la escritura como sucedáneo del tabaquismo. Su trayectoria de fumador atraviesa uno de los momentos sin duda más felices de la prosa latinoamericana: el cuento autobiográfico "Sólo para fumadores". Ahí, detrás del ácido carbónico y el humor negro que Ribeyro exhala contra sí mismo, apenas se oculta la historia de una vocación literaria asumida como una disciplina intransigente, renunciando a cualquier prestigio público e incluso a cualquier mérito. En más de una ocasión, este fumador incorregible declaró que, para él, el acto creativo había adquirido la misma naturaleza de los vicios: un hábito que luego se convierte en una enfermedad incurable, autodestructiva y fanática ("escribir es desoír el canto de sirena de la vida"), pero que se revela, al final, como la única medicina posible contra la grisura del mundo. Ribeyro no escribe por oficio, acaso ni siquiera por vocación; lo suyo es un impulso fatal, una necesidad inaplazable. Dejar de hacerlo, como dejar de fumar, le habría hecho la vida insoportablemente insípida.
Ribeyro nació en 1929, en una ciudad que aún aguardaba ser escrita. Enemigo de la crítica biográfica a lo Saint-Beuve, el autor de Los geniecillos dominicales escribió en la primera página de su autobiografía inconclusa: "Se puede ser una nulidad a pesar de una estirpe ilustre e inversamente un hombre excepcional nacido en un medio humilde e iletrado [...] Mi vida no es original ni mucho menos ejemplar y no pasa de ser una de las tantas vidas de un escritor de clase media nacido en un país latinoamericano en el siglo veinte." A cambio, Ribeyro propuso en sus Prosas apátridas una crítica que se organizara alrededor de los rostros: "Cada escritor tiene la cara de su obra." En efecto, la obra de Ribeyro, discreta e inapresable, no merecía otro rostro que el de su autor. En las pocas fotografías que se conocen de él, siempre está de paso, como queriendo escapar de la posteridad. Flaco, débil y tímido, sus ojos guardan, en cambio, una extraordinaria viveza, inteligente y puntillosa, y sus labios delgados descubren, además del infaltable cigarrillo, una sonrisa ambigua, a un tiempo irónica y afectuosa. Además, el cuerpo enfermizo de Ribeyro siempre parece estar nadando entre sus ropas, como si la compostura, el éxito y la salud fueran camisas demasiado pequeñas e incómodas para habitar en ellas. Un día, después de haber canjeado la carrera de Derecho por la de Letras, el joven fumador decidió renunciar también a su domicilio y a su cédula profesional para recorrer mundo en busca de la página y el cigarrillo perfectos. Vivió provisionalmente en Madrid, Amsterdam, Amberes, Londres, Munich y París, con nada más que "una maleta llena de libros, una máquina de escribir y un tocadiscos portátil". Ajeno a las aventuras literarias y mercantiles del boom, Ribeyro nunca vivió de lo que escribía. A lo sumo, compró un paquete de Gitanes con lo poco que recibió en una librería de viejo por los diez ejemplares de su primer libro de cuentos, Los gallinazos sin plumas, "que un buen amigo había tenido el coraje de editar en Lima". Empleado de la Agencia France-Press por casi diez años, trabajó antes de repartidor de periódicos y después como periodista de los programas en español de una radio francesa. El introvertido escritor peruano prefería situarse detrás de la noticia, a diferencia de sus contemporáneos, quienes procuraban a toda costa tener un papel público. Guardaba la certeza de que la escritura se fundaba en su irrelevancia social, en ser tan sólo "un punto de vista, una mirada".
En buena medida, la narrativa de Ribeyro participa de ese impulso por partir, esa imposibilidad de someterse a un pasaporte único y esa irresistible disposición a pasar inadvertido. Diversidad y concentración son los signos de esa premura. En momentos en los que las novelas caudalosas y la ostentación formal recorrían las concurridas rutas del gusto editorial, Ribeyro le apostó todo su capital literario a la brevedad del cuento y la administración escrupulosa del lenguaje; en su ligero maletín sólo había espacio para lo esencial. Convencido, como tantos escritores latinoamericanos de los cincuenta, de que las ciudades existen en la medida que son narradas (los habitantes hacen y viven una ciudad, pero sólo los escritores las dotan de una segunda realidad, una dimensión perdurable), Ribeyro aceptó el desafío de fundar la geografía literaria de la Lima moderna e indagar en sus posibilidades narrativas aún inexploradas. Sin embargo, para descifrar el mensaje caótico del territorio urbano, eligió un "lente distinto" al de sus contemporáneos. Al afán totalizador, la visión multifocal y heteróclita de los narradores del boom (eso a lo que Ribeyro llamaba el "aspecto nuevo rico" de la literatura latinoamericana), el autor peruano opuso la crónica mínima e intensa de los hechos comunes y nimios.
Como el niño del cuento "Por las azoteas", Ribeyro diseña un mundo imaginario hecho de trastos rotos e inútiles, objetos y seres que no encuentran acomodo en ningún lado, y a los que brinda una última mirada. Sus personajes forman una verdadera sociedad anónima, cuyo único capital es la aventura prometida y burlada, "el consolador mundo de la ilusión": la joven que recorre París en busca de posters turísticos para tapizar su casa y cumplir su tour imaginario alrededor de la alcoba; el educador peruano que cree vivir en París una tardía aventura amorosa que se revela como un engaño que lo conduce a la muerte; el desempleado que diseña elegantes tarjetas de presentación mientras es llevado a la cárcel por no pagar la cuenta... El antidramatismo de estas tramas radica en el doble juego de lejano acercamiento que hábilmente propone su prosa. Escéptico radical, pero nunca cínico, Ribeyro es alternativamente cruel y piadoso, corrosivo y benigno.
Autor en fuga, auténtico "pasajero en tránsito", Ribeyro se procuraba identidades y escrituras distintas. Por sus 87 cuentos (Cuentos completos, Alfaguara, 1994) transitan varios narradores, filiaciones literarias, temperaturas y temas. Cuentos rurales, fantásticos, épicos, alegóricos, urbanos, satíricos, de enigma, de infancia, "de literatos"; lo mismo acude a la crónica que a la autobiografía sesgada, a la crítica, la parábola y la fábula. No sólo eso: Ribeyro construye sus frases "palabra por palabra" buscando, con singular obstinación, trazar un camino hacia un estilo neutro, es decir, hacia la supresión de cualquier estilo.
Escribió tres novelas, algunas obras de teatro, ensayos literarios y libros de difícil clasificación, como Los dichos de Luder y Prosas apátridas. En el primero, se definió como un decidido "corredor de distancias cortas"; se trata de una colección de frases dichas por un ubicuo personaje llamado Luder, escritas sin otra conciencia que su propia celeridad. A un paso del aforismo y la anécdota inteligente, estas citas extraídas de ningún lado van dibujando la personalidad y la vida ocultas de un personaje que se ríe de sí mismo con singular desparpajo y en el que no sería raro reconocer al propio Ribeyro.
Las Prosas apátridas son, por su parte, el compendio de los muchos escritores que fue JRR, su auténtico documento de identidad. Síntesis de una personalidad huidiza, en perpetua mudanza, estas prosas carecen de "un territorio literario propio": "No son ¬escribe en la 'Nota de autor'¬ poemas en prosa, ni páginas de un diario íntimo, ni apuntes destinados a un posterior desarrollo." En las Prosas... Ribeyro dibuja sus pensamientos, rescata la pedacería de las horas perdidas, atrapa gestos cotidianos, relata anécdotas que son trozos de cuentos, describe sueños, visiones e intuiciones; consigna las pequeñas imbecilidades del mundo; escribe ensayos instantáneos, encapsulados. El libro es, así, el continente imaginario y provisional (las Prosas... conocieron varias ediciones corregidas y aumentadas) a donde fueron a dar fragmentos y apuntes perdidizos escritos con el curso de los años, y que no hallaban alojamiento en ningún libro o género definidos. Recojo aquí la prosa 161, por tratar un asunto insignificante, de esos que le gustaban a Ribeyro, y por confirmar su certeza de que "todo tiene importancia, nada tiene importancia, aquí, ahora": "Costumbre de tirar mis colillas por el balcón, en plena Place Falguière, cuando estoy apoyado en la baranda y no hay nadie en la vereda. Por eso me irrita ver a alguien parado allí cuando voy a cumplir este gesto. '¿Qué diablos hace ese tipo metido en mi cenicero?', me pregunto."
El destino que han seguido estas Prosas... es tan extraño y paradójico como el de toda la obra de Ribeyro. En Los dichos de Luder alguien pregunta: "¿No te preocupa escribir desde hace treinta años para haber alcanzado tan minúscula celebridad?" A lo que Luder responde: "Por supuesto. Me gustaría escribir treinta años más para ser completamente desconocido." En efecto, el autor de La tentación del fracaso. Diario personal 1960-1974 quiso ser un escritor afantasmado, el volátil inquilino de sus cuentos, dispuesto a desaparecer después de haberle pagado su cuota a la ficción. Sin embargo, a fuerza de disimular su talento, Ribeyro fue surgiendo, para su sorpresa, no sólo como un maestro indiscutible del relato corto, sino como uno de los autores más leídos en Perú. Y fuera de Perú. Cuenta Bryce Echenique que un mercenario de la guerra de Vietnam se fue desde Birmania hasta París nada menos que a pedirle al ocupado de Ribeyro que le escribiera sus memorias, "porque de lo contrario... Decía Julio Ramón que el pistolón era de este tamaño". No es raro, entonces, que un libro tan heterodoxo como las Prosas apátridas, cuya tesitura intelectual parecía ser coto exclusivo de literatos, se haya convertido en prontuario de bolsillo de taxistas y médicos.
Enemigo de los reflectores y micrófonos, Ribeyro solía enviar a sus "representantes" (su amigo Bryce, su propio hijo o quien estuviera a la mano) a la escena, diciendo en su descargo que estaba bajo la tiranía de un severo resfriado. En noviembre de 1994 fue condecorado con el Premio Juan Rulfo, a cuya ceremonia no pudo asistir a causa de su delicado estado de salud. Su desdén por el prestigio y las aureolas había llegado demasiado lejos. Ribeyro murió pocos días después, el 4 de diciembre de ese año.

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