Hace unos meses, estaba mostrando el centro de Lima a un grupo de universitarios de Estados Unidos, cuando uno de ellos, al ver las majestuosas casonas exclamó:
-¡Parece que acá también hubo una white flight!
En su país, la “huida blanca” fue una consecuencia no deseada del fin de la segregación racial: muchos blancos se trasladaron lejos de las zonas a las que deseaban mudarse los negros y, si tenían dinero, cambiaron a sus hijos a colegios privados.
Yo pude apreciar un fenómeno similar cuando visité Sudáfrica, siete años después que terminó el apartheid:
-Spot a white person! (¡A que no ven ningún blanco!) –exclamó la guía en una concurrida calle peatonal de Durban.
Los blancos se habían mudado a nuevos barrios, ubicados a casi una hora de distancia, donde paseaban felices por la playa y las únicas personas negras eran las señoras que recogían la basura.
Como mudos testigos del pasado, en la plaza principal de Pretoria, la antigua capital, quedaban las estatuas de los voortrekkers (colonos holandeses), con sus largas barbas. Cuando los vi, pensé en la Plaza Dos de Mayo, construida por el arquitecto polaco Malachowski, a semejanza de una plaza francesa. Allí también, las únicas facciones europeas que uno puede ver las tienen las estatuas que sostienen la columna principal.
Otros vestigios de tiempos de esplendor son el Club Nacional, edificado también por Malachowski, el Hotel Bolívar, el Banco Central de Reserva, el Banco de Crédito, el antiguo Banco Popular (donde tienen ahora sus oficinas muchos congresistas).
A inicios de los años treinta, la novela Duque de José Diez Canseco mostró la alegre vida de los limeños blancos y ricos (por si acaso, más de setenta años después, la trama todavía puede escandalizar a algunos lectores) y cómo empezaban a trasladarse hacia el sur de la ciudad, siguiendo la avenida Leguía, luego Arequipa.
Los primeros destinos fueron Santa Beatriz, San Isidro o Miraflores, donde se edificaron hermosas casonas de estilo neocolonial o inglés, con techos a dos aguas para una ciudad donde llueve dos veces en un siglo. Décadas después, retrataría Alfredo Bryce en Un Mundo para Julius las mudanzas a las nuevas urbanizaciones en distritos como San Borja, Surco y La Molina.
Un elemento emblemático de esta migración interna fue el traslado de los colegios religiosos: el San Agustín pasó del Jirón Ica a la avenida Javier Prado; La Inmaculada salió de La Colmena para ir a Monterrico. La Recoleta dejó la Plaza Francia y se estableció en La Molina. El Colegio Belén se trasladó a una nueva calle Belén, cerca del Golf de San Isidro. Sólo se quedaron el Salesiano, el La Salle, el San Andrés y el María Alvarado. En los nuevos barrios surgieron los colegios bilingües, como el Pestalozzi, el Markham, el Humboldt, el Roosevelt y el San Silvestre. Algunos, como el Santa Ursula y el Villa María (que de Miraflores pasó a La Planicie) eran al mismo tiempo religiosos y bilingües. El último colegio en mudarse fue el Raimondi, de Santa Beatriz a La Molina.
Sin embargo, las migraciones limeñas son un proceso que no puede reducirse a una “huida blanca” para alejarse de la “invasión provinciana”. Luego de la Reforma Agraria, llegaron también las élites cusqueñas, arequipeñas o norteñas, pero no se establecieron en los conos, sino en los distritos de clase alta. Hacia allí migraron también las familias chalacas de origen europeo, con la solitaria excepción de La Punta. Conforme ingresaban a la clase media, los nikkei también dejaron los Barrios Altos. Algunos de los barrios residenciales más alejados terminaron a su vez “encerrados” por los nuevos distritos populares que surgieron en el Cono Sur. Pueblo Libre, Jesús María y Magdalena se consolidaron como lugares de clase media y en los últimos años ha sucedido lo mismo con Los Olivos y varias urbanizaciones del Cono Norte.
Independientemente del origen étnico, los limeños siguen mudándose, de Breña a La Molina, del Rímac a San Miguel, de Zárate a Surco, buscando especialmente mayor comodidad y seguridad. En los últimos años, la ciudad ya no crece horizontalmente, sino hacia arriba y los nuevos edificios tienen una composición étnica muy plural, como también los colegios mencionados (rebautizados ahora como Recholeta, Inmacholada, Cholén) y las universidades de prestigio.
En este contexto de permanente movilidad social, a fines del siglo pasado, se produjo una nueva white flight, esta vez hacia las playas en el sur de Lima, pero la única forma de proteger un espacio étnicamente puro fue mediante muros, tranqueras, vigilantes. Desde mi punto de vista, estos ghettos voluntarios tienen sus días contados.
Cuando escucho a algunas personas quejarse que “niños de otros barrios” juegan en “su parque” me parece que subsiste la nostalgia por una sociedad segregada. Cuando miro a los transeúntes en Risso, Plaza San Miguel, el Megaplaza, el óvalo de Miraflores o la Universidad Católica, me parece que vamos en camino a una ciudad más integrada. Sin embargo, esta integración urbana sería simplemente ficticia, si algunos lugares de la ciudad parecen condenados al deterioro. Quien deja el Rímac, Barrios Altos o el Callao puede creer que ha solucionado “su” problema, pero los problemas urbanos son de todos, de los que migran y de los que se quedan.
Tomado de:
http://reflexionesperuanas.lamula.pe
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